Arturo Castilla, que soñaba circos
Hablaron de él como de una referencia viviente y cálida del circo. ARTURO CASTILLA fue un hombre entusiasmado con su profesión, a la que dedicó el total de su vida con absoluta magnanimidad. Dibujó con trazo expresivo todo un mundo de sueños aparentemente imposibles, transformados luego en espectáculos de una lucidez impagable, que permanecerán para siempre en el recuerdo común.
Estuvo dotado de un sexto sentido con el que se manejó idealmente para concebir aventuras insólitas, tan atractivas para los públicos de cualquier procedencia. Como aseguró un crítico a poco de que nos abandonara, “tres cuartos de siglo quedan marcados por aquel payaso de su juventud y este pensador y literato que en sus últimos años coronaba una vida fecunda”.
Bilbainísimo de vocación y comportamiento, Castilla no dudó en acometer cualquier empresa que le pareciera atractiva, despreciando los riesgos que ello comportara. Dotado magníficamente para la expresión artística, la necesidad le llevó a pintarse la cara para ejercer de clown, sólo que, a partir de entonces, bebió del veneno del circo y la ponzoña derivó en ambrosía. Aquella penuria inicial dio paso a una vocación irrefrenable y ya por sus venas la sangre le pidió el más difícil todavía.
Si acaso ligáramos su memoria a un nombre, éste sería el del Circo Americano, una realidad hercúlea trabajada durante tantos años a golpes de imaginación y de voluntad. Vendrían con él muchos más—inolvidable su gestión del Price junto al inolvidable Manuel Feijóo—, cuya enumeración, por abundante, se antoja prolija. Sus más íntimos colaboradores aseguraron en el momento del adiós que se dedicó en cuerpo y alma a contagiar a todos los pueblos y gentes un impresionante mensaje de cariño, de paz y de sonrisas. El hombre que soñaba circos tuvo siempre muy claro que las guerras se acabarán el día en que pongamos un payaso en cada frontera.
Carlos Bacigalupe. Director de la colección Bilbainos Recuperados.